lunes, 26 de agosto de 2013

Hacia rutas salvajes.

Uno olvida lo reconfortante y placentero que es sentirse envuelto de naturaleza cuando pasa demasiado tiempo encerrado en una jungla de asfalto y piedra, cristal y dióxido de carbono, plomo y agua extremadamente clorificada...

Este fin de semana sentí su llamada, la llamada de la naturaleza, y tuve que ir a sentirme vivo de nuevo envolviéndome en ella, sintiendo el viento acariciar mi rostro mientras olores que hacía años que no olía volvían a mí como una bofetada de Mnemosine.


Entonces me dispuse a seguir una ruta que hacía entre los 13 y los 17 años y que hacía mucho, mucho tiempo había dejado de hacer. Llegar hasta las baterías antiaéreas de Sant Feliu de Guíxols. (En la primera foto, al fondo del todo).


Tenía que subir pequeñas montañitas, las subía hasta la cima. Quería ir lo más en línea recta posible, para no rodear, para gozar de subir y bajar montañitas que, aunque fuera con mi mano derecha escayolada, no me importaba, me bastaba con mi mano izquierda y mis dos pies.

La vegetación era siempre constante y, a pesar de haber muchas hierbas y arbustos secos por ser verano, el verde de las encinas y los pinos se dejaba ver por todos lados. El camino está acompañado entero por estos guardianes verdes.



Al otro lado de la primera montañita podía verse como la vegetación es más frondosa en su cara norte, donde queda estancada más humedad por recibir de forma menos directa los rayos de sol. El sol quedaba a mi espalda, mientras continuaba mi camino me giré alguna vez para tomar alguna foto desde abajo del camino.

El sol con su luz y calor quiso estar presente en aquellos paisajes.

Arriba de la segunda montaña aun parecían bastante lejanas las baterías, que se divisaban al fondo como una fortaleza natural, a la espera de ser coronada.















La más costosa de bajar fue la segunda montaña, que mezclaba bajadas duras por rocas con vegetación abundante. Se tenía que ir con cuidado por dónde poner los pies por si pisabas un hueco.
Una caída podía romperte una costilla, y no sería el peor de los casos.














De pronto mis sentidos se despertaron. Hasta entonces parecían aletargados. Y pude comprobar con asombro que podía sentir el olor a moras de unas zarzas que quedaban cerca.














No fue el único olor que sentí. El de los higos de estas higueras también era fácilmente detectable.
Así que me aprovisioné con unas cuantas moras y continué mi camino como si fuera propiamente Christopher Johnson Macandless hacia rutas salvajes.















En ocasiones el camino se hacía tan impracticable que tenía que rodear lugares. Ahí, precisamente, detrás de todas esas zarzas, enredaderas y arbustos, había un pozo y una pequeña torre que sería de la época de la guerra civil. En ruinas.














Por aquí sorteaba los matorrales que no me permitían el paso, a la izquierda, y pasando por debajo de esa encina volvía de nuevo al camino.
Esta es la zona más vegetada y salvaje de todo el camino, donde hay higueras, zarzas con moras y un mar verde que inunda el alma de vida.














Un cañaveral quedaba al final de los matorrales, a la izquierda del camino.
Me encantaba ver tanta vegetación, me encantaba sentirme en un paisaje en el que la mano del hombre hace poca aparición. Me sentía más vivo, más cercano a lo natural.















A lo largo del camino se van viendo piedras amontonadas en forma de pequeños muros, en las faldas de las montañas, escalonándolas.
Son muros hechos entre el 1936 y el 39.

Este especialmente, al tener la mano derecha escayolada, me fue imposible de subir, así que opté por
subir por otro camino alternativo.


















Subí por la ladera de estas rocas.
No me costó demasiado.
Ya estaba subiendo la última montaña.















Ya había recorrido todo ese camino.














Y esta era una de las montañas que pasé por su pie. La zona de abajo era la frondosamente vegetada, era más hermoso ladearla.














Detrás de la zona más árida de la última montaña asoma la fortaleza, a la espera de mi llegada.

Ya la tenía a la vista, solo me faltaba sortear el último escollo.
Ese estrecho paso que separa la montaña de las baterías antiaéreas (bueno, sus ruinas).
Existe otro paso, más llano, pero...













...se tenía que rodear la montaña y era más indirecto... aparte de eso ¿quién quiere hacer fácil lo que se disfruta siendo difícil?


Aquí se puede comprobar lo estrecho del paso.













Pero merece la pena llegar y gozar de estas vistas a la bahía de Sant Feliu de Guíxols.

A la vuelta el sol me mostraba otro aspecto más luminoso de la vegetación, con árboles que hacían arcos y que merecían ser fotografiados.














Y por fin, la última planicie antes del regreso a casa, un campo de pinos e hinojos muy aromático y colorido.















Fin de la ruta salvaje 1.

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